Las historias de fantasmas occidentales, por lo menos las que han dejado más huella en la cultura popular tienen siempre el mismo patrón. Alguien del más allá viene a pedirnos algo.
No se conocen historias de fantasmas que vengan a escucharnos, a ver cómo nos va, o incluso a darnos la combinación de la bonoloto. Siempre es «me mataron y escondieron mi cadaver…», «esta casa se construyó sobre un cementerio indio…», «tu tío me mató y se casó con tu maaadreee…», «desentierrame…», «vengameee…». Siempre están pidiendo.
El formato de la petición siempre es desagradable. Da miedo. Un ruido en la escalera, un cadaver detrás de nosotros en el espejo. ¡Esos armarios de baño con espejo deberían de estar prohibidos!
La forma del mensaje es tan terrible que no permite ver el fondo. El/la protagonista está aterrado/a al principio. Solo quiere que pare. Que desaparezca. Así que toma alguna iniciativa para eliminar el problema. Se pinta la casa, se tiran trastos viejos, se compran talismanes… quizá algún vidente hace una «limpieza» de la casa… Por supuesto esto no funciona y el fantasma vuelve a aparecer más cabreado que nunca.
El problema solo se soluciona cuando el o la protagonista miran más allá del miedo, de la forma del mensaje, y empiezan a comunicarse con el fantasma. Se interesan por quién vivía en esa casa, qué le pasó, etc. Empiezan a entender el problema. A partir de ahí, aparece una posible solución. El mensaje del fantasma es escuchado y resuelto y, solo entonces, puede ir hacia la luz y dejarnos en paz de una puñetera vez.
Todo este esquema es tremendamente similar a lo que ocurre con los ataques de ansiedad. Su forma es aterradora. Algo va a pasar. No sé el qué, pero sé que va a ser muy malo. Generalmente rellenamos ese vacío con nuestro terror favorito. Tener un ataque al corazón, volvernos locos, agredir a alguien, etc.
La forma del ataque es tan perturbadora que se lleva toda la atención. Queremos que pare, que se vaya, que desaparezca cuanto antes. Nos preguntamos por qué aparecen, pero solo como una forma de evitar que vengan. Igual que con el fantasma, al principio no nos paramos a entender qué está pasando. Cuál es el mensaje y de quién.
Por mi experiencia, los ataques de ansiedad son síntomas de «tipo/as duro/as». Hay que tener cierto aguante para llevar a nuestro organismo hasta el límite. Porque eso es lo que es un ataque de ansiedad: nuestro organismo diciéndonos BASTA!
Yo soy incapaz de tener un desmayo corriendo. A los 50 metros estoy doblado en dos, echando espuma por la boca. Para tener un desvanecimiento hay que correr mucho, y sobre todo, ignorar las señales de agotamiento. Con la ansiedad pasa igual. Nos vemos envueltos en situaciones agotadoras y seguimos adelante hasta que algo hace «crack».
Los ansiolíticos pueden ser la primera barrera de defensa. Y no estoy para nada en contra. Un Orfidal en el bolsillo ejerce un efecto disuasorio frente a los fantasmas cual collar de dientes de ajo. Sin embargo para que el fantasma se marche tenemos que ir más allá. Hay que perder el miedo a la ansiedad. Más que enfrentarla, atenderla, escucharla. Y hay que averiguar cuál es el mecanismo que nos la provoca. Qué permiso no nos estamos dando. Qué obligación imposible nos estamos poniendo o no estamos evitando. Qué ayuda no estamos pidiendo, etc. En definitiva, dónde puñetas tenemos enterrado el cementerio indio.
